Vocación
Cuando era pequeña quería ser monja, porque eso me permitía estar a mis cosas, pensar, no interactuar con el resto del mundo y sentirme en compañía de aquel que me decían que era mi hermano y mi amigo, o sea, Jesús. Sentía por aquel entonces que era a lo que me quería dedicar, desde la ignorancia de una niña de seis años que desconoce más de la vida, claro está.
Crecí, y decidí que quería ser veterinaria. Me encantaban los animales, los gatitos, los perritos, las vacas de mi vecina, las ovejas de mi abuela, montar en los caballos de mis primos e ir a las ferias de ganado. Podría pasarme la vida entera entre animalitos. Me sabía todos los tipos de patos habidos y por haber e iba todos los fines de semana a una charca a verlos e identificarlos en una libreta. Había entrado en bucle, era una obsesión. Mis padres me compraron guías de razas de perros y de otros animales porque me embobaba con cualquier información nueva, hasta que supe que había que operar y ver sangre, entonces desistí.
Pasé al instituto y tomé la decisión de ser escritora. Leía desde que tenía consciencia y me encantaba inventarme historias, se las contaba a cualquiera, vivía en las nubes con frecuencia. Pasaba más tiempo en las fantasías que yo misma creaba que en el mundo real, quizá por eso mis profesores me decían que no llegaría a nada, constantemente estaba distraída y no era consciente de lo que pasaba en el mundo. Puede que por eso tampoco tenga muchos recuerdos de entonces, vivía en mis ensoñaciones -seguramente porque eran más fáciles de digerir que mi realidad-
Pasó la etapa de secundaria y quise ser química, o ingeniera química. Había ido a exposiciones de ciencia en la universidad y estaba alucinando, la química me había descubierto una nueva pasión. Busqué en la biblioteca todos los libros que pude, desde Por amor a la física, hasta La cuchara menguante. Todo me fascinaba, me interesaba y me hacía babear. Me veía a mí misma en un laboratorio, estudiando constantemente mil historias; hablé con mis profesoras del instituto sobre la teoría de cuerdas, me hice una libreta para anotar todo lo que iba aprendiendo. Había encontrado otra pasión, pese a haber sido siempre una chica de letras, de pronto, todos me veían en ciencias, solo porque yo misma lo hacía. De nuevo, aspiraba a un entorno de concentración, quietud y trabajo -según lo que yo creía- solitario, por aquel entonces aún rechazaba abrirme al mundo, siempre cautelosa y miedosa a que los demás me viesen, con miedo a pisar fuerte, a dejar rastro. Buscando pasar inadvertida, que se me notase poquito, quería ser un rostro anónimo.
Empecé a escribir sobre libros, mis sentimientos y divagaciones. De pronto descubrí que tenía opiniones, que podía hacerlas saber, que había cosas que me parecían diferentes al resto. Siempre he sentido que despierto un poco más tarde que los demás, que me doy cuenta o adquiero algunas habilidades con un poco de retraso, quizá por todo el tiempo que viví en las nubes. Por eso mismo me di cuenta de que tenía opiniones, posiciones que defender, argumentos y cosas que decir cuando los demás ya hablaban de partidos políticos y otras historias. Yo aún no había llegado a preguntarme por cómo funcionaba el gobierno; siento que la mitad de las cosas que había aprendido no habían pasado realmente por mi cerebro porque este seguía en las nubes aún. Supongo que tardé un poquito en aterrizar y estaba un poco desorientada, aún ubicándome cuando los demás ya se habían encontrado. Fue entonces cuando quise dedicarme a la crítica literaria, a trabajar en editoriales, a leer y opinar, a escribir en periódicos... de pronto había descubierto que tenía voz y que podía usarla, es más, que quería usarla.
De nuevo, di un paso atrás y decidí que sería bibliotecaria. Volví a buscar un lugar calmado para mí, donde no tuviese que ponerme en el punto de mira, desde donde ver el mundo sin llamar demasiado la atención, sin que me viesen. Sin tener que arriesgar. Me imaginaba mi vida de forma calmada, sin sobresaltos, predecible y, por una vez, tranquila. La biblioteca representaba mi zona de confort, un lugar cálido al que volver, un trabajo calmado, seguro, apacible...La fuerza que tenía queriendo hablar, queriendo opinar se vino abajo y volví a esconderme en mi cascarón buscando simplemente lo que mas he ansiado: calma.
Estaba en segundo de bachillerato y sentía un gusanillo interior. Había una asignatura que resonaba como ninguna otra lo había hecho antes, una asignatura que me permitía dar vueltas a las cosas, que aceptaba las preguntas que siendo niña me tildaban de absurdas, que nunca me respondía lo que ahora suelo responder yo: "así es", "es lo que hay","las cosas son así", "porque sí". De pronto algo rumiaba en mi cabeza, lo que para todos era una calentada mental para mí era entretenido, interesante, divertido, de pronto vi que el mundo me suscitaba muchas preguntas, que podía criticar, quejarme, poner aspectos que veía de manifiesto. Encontré de este modo mi voz, de nuevo, aunque esta vez era diferente, le daba vueltas a las cosas, a todo. Escribí mucho ese año y creí haber encontrado lo mío al fin, filosofía.
Me dejé guiar y fui a la universidad, pero de nuevo entré en mi cascarón. Sin quererlo resaltaba en la asignatura que todos consideraban más difícil, la que a mí me caía de cajón. Aún así, me dio vértigo ver que otros leían cosas que, por aquel entonces yo no conocía, lecturas que a mí se me hacían difíciles de digerir aún. Quizá por eso de ir con un pelín de retraso siempre, pues años más adelante las trabajé con facilidad. Aún así, fue suficiente para asustarme y hacer que el caracol volviese a esconderse en su casa, a salvo, evitando que el mundo le viese por si acaso se equivocaba, por si veían en su rostro que, en realidad, no era tan buena. Temía que viesen flaquezas en ella, temía que viesen que no tenía madera para esa carrera. Sin darse cuenta de que muchos de los que parecían encajar mejor allí no terminarían ni el primer cuatrimestre. Con todo, y en soledad, volví a refugiarme.
Los demás hablaban en segundo de carrera de doctorados, de hacer carreras de investigación, de trabajar en no sé qué corrientes. Hablaban de filósofos de cabecera y yo aún no me sentía lista ni para decir que estudiaba filosofía, me veía ignorante al lado de los demás, menos hábil, más lenta. Puede que fuese mi lente distorsionada pero sentía que ellos tenían algo que yo no, perdí por completo el runrún que me había hecho entrar allí. La curiosidad eterna de segundo de bachillerato se quedó entre primero y segundo.
En tercero decidí que no servía para lo que mis compañeros llamaban doctorado, sin saber qué era, en qué consistía o qué se pedía. Simplemente asumí que no me daba, que a mí me faltaba algo para llegar a eso, que no tenía nada que decir, nada que aportar. Mi voz no era importante, todo lo que decía era una gilipollez, terminé considerándome de las más tontas de mi clase -aunque una parte de mí sabía que no era así-. Supuse que entonces mi destino era dar clase en un instituto. Siempre había renegado de ello, no me veía capaz de dar clase, pero no servía para otra cosa, Estaba claro que para aspirar a algo más alto en el plano académico no, así que sería secundaria. Miré los requisitos y me saqué el inglés, por si acaso, aunque asumí que no sería capaz de entrar al máster. Fui a una charla en la que nos hablaron de diferentes másters, un chico y una chica. Ni siquiera quise hacer caso a la información sobre otros másters porque asumí que: 1) Jamás entraría en ninguno, si yo era tonta, y 2) no sería capaz de aprobarlo. Me conformé en que mi única salida era secundaria, si es que entraba, que tampoco lo tenía claro.
Hice las prácticas, aún sin poder dar clase y me vi por primera vez allí. Me estaba viendo en el aula, me podía imaginar allí mismo, pero lo mejor de todo es que me veía haciéndolo bien. Esto sí se me podría dar bien. Por aquel entonces había redescubierto una fortaleza que había olvidado, ya no me daba tanto miedo pisar el suelo ni que los demás me viesen. Me estaba empezando a aceptar, a asumir que había cosas que se me daban bien, que no era lo peor de la clase. Reconociendo propios méritos por primera vez, en el pleno apogeo de mi autoestima vi que aquello podría ser lo que siempre había buscado, algo que sí se me diese bien y entonces lo decidí: iba a ser profe. Estaba claro, era lo mío. Lo dije a todo el mundo, supongo que entonces hasta me lo creí porque los demás empezaron a decir que me pegaba, que se me daba bien, que era muy didáctica, que exponía muy bien, que se me entendía muy guay cuando echaba una mano a alguien con algo de clase, que iba a ser buena profe. Me lo creí.
Terminé la carrera y sentí, pese a todo el jaleo del TFG que había hecho lo correcto, que jamás podría haber estudiado otra cosa, que, a pesar de todo, era lo mío. Que no era el fraude que creí ser.
Tardé en entrar en el máster, pero entré. En las prácticas tuve de todo; por momentos me sentí de nuevo el fraude de segundo, entre gente que sí sabía me sentía como el impostor del Among us, alguien que fingía ser parte del gremio cuando no era así. No encajaba. No sabía, ellos tenían algo que yo no. Me sentí un fraude como profe en potencia también, me quedaba bloqueada, era un desastre con patas. Lo que creí ser, en realidad, no lo era. No era buena profe, era aburrida, un coñazo, no sabía hacer amenas las clases y lo que daba le aburría hasta a mis compañeros de prácticas. A otros ratos sentí que en realidad no era tal, que se me daba bien, que solo eran las circunstancias menos óptimas para hacer las cosas bien pero que, en el fondo, era buena. Dios mío, si llegué a creer que en un futuro podría hacer un doctorado o algo más con la universidad, llegué a creer que servía para lo que me había dicho a mí misma que no servía en tercero de carrera. Para mí, aquello era terreno vedado, para eso no sirvo, me había puesto el límite y por un momento, por un pequeño momento, creí que podría hacerlo, que servía. Aunque luego recordé que era mala hasta como profesora de instituto.
Terminé el máster y me di cuenta de que lo había aprobado siendo un fraude que, en realidad, no me merecía el máster ni las notas obtenidas, que no eran mías, que me las habían regalado. Nada de aquello era merecido. Me sentí de nuevo una impostora, un TFM con una idea prestada, una innovación basada en otra ya existente... no hay nada mío en ello porque no sirvo, porque sería incapaz de hacer cualquier cosa por mí sola, porque mi cerebro no da para ello, porque como bien creí en su momento no tengo lo que hace falta tener. Debo ser la persona menos inteligente que conozco. Y entonces recordé que me había matriculado en un máster difícil porque en un momento creí que no lo era tanto y que podría sacarlo, ahora veo que en realidad no, que lo suspenderé, por qué creí servir para esto.
Y entonces alguien me dice que no tengo vocación, que no. Que nada de esto es lo mío, y me doy cuenta de que me están confirmando lo que creí, que no me da para esto, que está bien aguantar unos años viviendo de prestado, de rentas y suerte, pero que hasta aquí hemos llegado. No podemos avanzar más siendo patéticas, es hora de reconocer los límites de cada uno y dejar paso a aquellos que se lo merecen, que se lo merecen porque ellos sí tienen eso, esa chispa, eso que yo no. A veces, es mejor hacerse a un lado.
Y me ofrecen trabajo y pienso "vale", pero luego recuerdo que soy un fraude y que para poco sirvo, y entonces dudo de mi capacidad para hacer cualquier cosa, porque soy la persona menos hábil y/o inteligente que conozco.
Esta entrada se iba a quedar aquí, en un resumen de todo lo que quise ser y no soy, de cómo he ido buscando lo mío entre mil opciones y de cómo muchas veces elegí cosas por el miedo a ser. Por el miedo a hacerme ver. He buscado siempre la opción cómoda, la vida tranquila, lo más fácil, lo que menos esfuerzo o sacrificio representase, la vía más rápida porque cuando sales de una jaula de grillos solo necesitas tranquilidad, como decía Virginia Woolf con su habitación propia, una necesita de un espacio de calma para pensar, las interrupciones y vejaciones hacen las veces de primer obstáculo de cara a elegir qué quiero o ser o a quién quiero ver en el espejo. Es difícil elegir el futuro cuando aún no has encontrado el presente. Cuando aún me cuesta reconocer mis propias habilidades y flaquezas, cuando aún desconozco a dónde puedo llegar realmente es complejo ver un futuro, supongo que aún tengo que trabajar a corto plazo para poder alzar la vista. Aún necesito dejar de verme como una impostora en el mundo.
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