Coming home

Llevo tiempo escribiendo lo que siento y, en ese mismo tiempo, lo que siento se ha transformado lentamente en lo que escribo. Desgrano cada sentimiento que perturba mi débil corazón y este no podía ser menos, pues no en vano es uno de los más bonitos e intensos que tengo desde hace algunos años, lo más bonito que el baloncesto me ha dado, quizá a modo de recompensa tras tanto tiempo dedicado. 

No tengo palabras suficientes para hablar del hogar, pero no haciendo referencia a una casa, porque nunca he sentido que lo fuese, siempre en tensión aquí dentro. Mi hogar son unos brazos que, no importa la pena que haya causado, no importa lo que haya salido por mi boca sin yo pretenderlo, no importan las lágrimas que haya provocado, no importa porque realmente es siempre y a pesar de todo, me reciben dispuestos a apretarme fuerte y decirme que ya está. Que me acunan hasta que se me pasa todo lo malo, que cuando me asusta el mundo, me protegen. Soy como el hijo pródigo que vuelve a casa, pero a ellos, a que me limpien las lágrimas y me devuelvan mi estado de calma. Toda mi fortaleza reside en una mano que sujeta la mía a cada paso tambaleante, que cada vez que he conseguido algo importante estaba ahí, sin yo saberlo o apreciarlo, como la mano de un padre guiando el sillín de la bici de su hijo cuando aprende a mantener el equilibrio, el saber que pase lo que pase alguien está ahí, con los ojos llenos de orgullo incluso sin comprender qué es lo que haces, aunque le estés dando un monólogo sobre el tiempo que, real e irónicamente, le está haciendo perder el tiempo, él dirá que no, que eso nunca es tiempo perdido pero, precisamente, sobre esa cuestión, yo sé más, y sí, lo es. 

Supongo entonces que hoy he vuelto a casa. Y sí, en parte hablo de pabellones, hablo de volver a llevar el pitufo, de cantar jugadas, mentiría si no confirmo que me he sentido como volviendo a casa, pero no sería tal sentimiento si al sonar el claxon del último cuarto y entrar al vestuario unos brazos, ya mencionados con anterioridad, no estuviesen esperándome, pacientes, para hacerme sentir mejor si ha sido un desastre o para celebrar conmigo el éxito, no importa, pero son mi constante particular, no habría vuelta a casa sin ellos. Aunque, he de confesar que será más vuelta a casa cuando los mismos brazos me estén esperando en la cancha, a punto de empezar el baile y decir(nos) al toro y a ello que vamos. Jamás me he coordinado mejor con alguien en nuestra danza particular, sin necesidad de gestos, de movimientos extraños, una mirada es suficiente para comprender que algo se está escapando, que vamos en buena dirección o que hay que subir el listón. Dos gotas de agua. Frase que resonaba y aún resuena en cada informe, negaré que los dos sonriamos ante ella con el orgullo del sabe que forma un buen equipo (fuera y dentro). 

Es por ello por lo que hoy, he vuelto a casa. He cruzado la puerta del nueve y se ha confirmado mi regreso, he hecho mi salida particular con mi guardaespaldas particular. Es cierto que no somos al uso, casi nos pedimos el turno para hablarnos en persona pero somos silentes en la distancia, quizá por eso en cada despedida terminemos llorando, quizá yo un poco más, me excusaré en que soy de lágrima fácil, pero no sé poner palabras a la necesidad física de tener a alguien al lado, de sentirte completa al tenerle justamente en frente y que duela como si me arrancasen una mitad cada vez que cierro la puerta del Citroën gris. No es comodidad, costumbre, ni la elección fácil, aunque compartir mi vida con él ha sido siempre fácil, su alma, él mismo, encaja conmigo con la facilidad de una pieza de puzzle, no necesito ni tener los ojos abiertos para encontrarle entre un millar de gentes porque mi cuerpo le busca como si le necesitase, como si nunca tuviese suficiente de él ni siquiera aunque pasen cinco años.

Una vez escribí una frase tonta Lo que han unido las designaciones que no lo separe nadie y es cierto, lo que se ha unido a la sombra del aro de una canasta no puede romperse, ni siquiera haciendo mil mates sobre ello. 





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