Seis veintiséis
Publiqué una foto que creí nunca atreverme a enseñar y recordé el pozo negro en el que muchas veces me encontré. Me recordé llorosa, apagada, triste y sin encontrar un clavo al que aferrarme, un motivo para levantarme cada mañana... Así que dejé de hacerlo. Pasaban los días mientras yo seguía llevando el mismo pijama y las mismas penas colgadas a la espalda. No puedo creerme, hoy, con 22, las cadenas pesadas que llevaba siendo tan niña, me veo tan cría y tan triste que no me reconozco.
A veces tengo malos días, es inevitable, y pienso que todo es una mierda hasta que recuerdo que pisé el infierno y volví entera, o casi. Me miro la muñeca derecha y me paso la mano por donde un tiempo jamás dejé que nadie me tocase, por los recuerdos de las heridas que nunca se cerraban, por mis recordatorios personales de que nada será tan oscuro, tan duro, ni tan doloroso. Nada. Nunca. Hace unos años lloraba porque no desaparecían nunca de mi piel, lloraba pensando que siempre me acompañarían ¿para qué quería borrar el pasado cuando es éste el que me hace ser como soy?
Ahora me alegro de verlas ahí, permanentes, recordándome que no soy diferente de aquella cría que lloraba clamando al cielo qué había hecho tan mal para que doliese tanto la vida, que somos la misma y que ojalá pudiese volver, acogerla entre mis brazos y decirle que todo pasa, que duele menos, que con el tiempo... Mejora. Que luego tenemos la oportunidad de vengarnos de todos y cada uno de ellos pero no lo hacemos porque somos mejores que eso. Que los pedazos que ahora cortan dejan de ser tan afilados y que las alas nos vuelven a crecer, que en un futuro alguien nos dirá que somos todos ojos y preguntará si siempre tenemos tanta energía y alegría. Solamente tiene que aguantar un poquito más. Y lo hará.
Me miro en el espejo y vuelvo a tener quince consumiéndome frente a él, vuelvo a tener quince y mi madre me tapa las heridas con tiritas de caracoles, tengo quince y me desmorono en el parquet de la consulta porque no puedo más. Pero dejé de buscar encajar, de ser lo que todos querían y empecé a mirar por lo que me alegraba el corazón asumiendo que no tenía porque complacer absolutamente a todo el mundo y que, quizá, solo necesitaba dejarme llevar y lo que sea, será. Hoy soy lo que esa niña de quince nunca creyó llegar a ser y cada 26 de febrero vuelvo frente al espejo y me recuerdo que cada pasito que doy estoy haciendo a mi yo de quince muy feliz y que lo hago siempre por ella, o sea por mí, pero sobre todo por ella, porque lo hemos logrado entonces, ahora y siempre.
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